En el espejo de la vida, Unar buscaba reflejos que le sonrieran o fruncieran el ceño, creyendo que cada gesto era un juicio a su ser. Pero un día, el espejo se empañó, y las figuras se volvieron borrosas. Sin rostros claros que lo miraran, Unar se vio obligado a mirar dentro de sí.
Las voces del mundo se silenciaron, y en el eco de su alma, encontró una verdad simple, pero profunda: nadie estaba allí para complacerlo o desagradarlo. Eran espejismos de su necesidad de aprobación.
Aprendió a observar las olas de su corazón en las interacciones diarias, cada persona, un maestro en el arte de ser. Unar ya no buscaba sonrisas de confirmación ni frunces de rechazo; buscaba la sabiduría en cada encuentro, el reflejo de su crecimiento en cada espejo humano.
Y así, paso a paso, se convirtió en el artífice de su paz, un observador sereno en un mundo de espejos.